Era común tener que ir a buscar la pelota a lo del vecino, a la calle, o a una laguna. A veces era irrecuperable y cortaba de cuajo la jornada futbolera. Entonces el negocio de las canchas de papi fútbol floreció y, siguendo las precauciones de otros deportes, implementó las redes de contención. La pelota nunca mas se podía perder en un tinglado.
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No fue hasta hace unas décadas que el concepto de red de contención se empezó a aplicar a algo más etéreo y simbólico. De ser honestos, no recuerdo haberlo escuchado o leído antes. Internet no da resultados sustanciosos en castellano tampoco. En inglés es común el concepto de “safety net” pero esta mas bien asociado a los programas gubernamentales o de ONGs. Es decir: la red de contención es algo que “existe” pero así como lo escribo. Entre comillas.
Y esto es así porque, de forma común, la persona desconoce que la tiene, o no la reconoce hasta muy adelante cuando supera un muro de comprensión que normalmente está asociado a cierto espectro ideológico.
Evitando rodeos: la persona “X” no sabe que tiene una red de contención hasta que, enfrentada a la realidad material, entiende de sus privilegios (que pueden ser de clase, étnicos, heredados, etc).
Hasta mis 20s viví en un edificio parte de un complejo construido con presupuesto del FONAVI. Lindo complejo que me permitió tener una infancia medianamente idílica para lo que yo podía entender. Ir a la plaza (sin padres, con amigos). Ir a jugar a la pelota (sin padres, con amigos). Estar hasta las 8 de la noche en la calle (sin padres, con amigos). Mis amigos eran mis vecinos. Y todos teníamos situaciones económicas distintas.
Los 90s en mi casa fueron complicados. Mi papá (que descanse en paz), un contable, no tenía estabilidad laboral. Hubo épocas menos duras en el primer menemato, y bastante jodidas en el segundo. Fue difícil vivir en paz con el sueldo de docente de mi mamá y fue aún más complejo cuando ya no hubo abuelos que ayudaran con una jubilación. Y eso sucedió en 1996. Fue mi hermano mayor el que tuvo que salir a laburar mientras cursaba una carrera para que no faltara lo indispensable. Y aún así, las expensas no se pagaron años y eso derivó en un intento –frustrado- de remate de departamento.
Historias como la mía se repetían en el edificio. Familias sostenidas con un solo salario mínimo. Con una jubilación magra.
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No es para nada curioso que tanto mis hermanos como yo estemos en el mismo trabajo hace años. Mi hermano mayor –gracias a la ayuda de un vecino- trabaja en el mismo lugar hace 25 años y más tarde se hizo docente del establecimiento donde estudiaba cuando empezó a trabajar. Mi hermana mayor trabajó en varias empresas que quebraron hasta que llegó a una empresa donde tiene un buen puesto hace más de una década.
Yo empecé a trabajar hace mas de 20 años en la empresa en la cual sigo.
Creo que es más psicológico que otra cosa. Al haber vivido la inestabilidad laboral de mi papá, los tres decidimos de manera inconsciente intentar mantener nuestros trabajos. Eso no implica que sean malos puestos o que nos conformemos con poco. Valoramos más la estabilidad a una mejora económica no del todo clara que quizá, tampoco sea sustanciosa.
No puedo hablar por mis hermanos, pero tengo claro que yo aprecio la tranquilidad.
En esa discusión interna que desato, descubro que muchas personas de mi círculo de allegados rechazan ese acercamiento a la vida laboral con ambiciosos saltos de fe buscando una mejoría. A veces la encuentran, a veces no. Pero no es lo interesante.
Cuando analizo la vida de estas personas, reconozco que la variable que se mantiene es “Situación Económica Familiar”. O sea: personas cuya vida previa ha sido mas o menos estable. Con padres con buenos trabajos, sin enormes riesgos económicos. De una clase media normal para arriba.
Es común ver que un buen porcentaje de allegados que hacen estos saltos de fe, los hacen a sabiendas de que abajo está el carro lleno de forraje. Padres que los van a bancar si la aventura sale mal. Familiares que los van acomodar en una empresa “hasta que te pongas de pie”. Tíos que tienen un departamento vacío para vivir un tiempo si no tenes para pagar el alquiler. Redes de contención que le dan la seguridad al aventurero de que no van a pagar (mucho) por sus decisiones.
Y lo contrario también es cierto. Sorprende cuando de repente nos encontramos con un médico o un arquitecto que no proviene de una familia acomodada. Carreras largas incompatibles con un trabajo de 9 a 18 horas y el mantenimiento de una familia.
Repito, no significa que no existan casos contrarios de ambos lados del mostrador.
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Es ahí donde el argumento del mérito se resquebraja. Son excepcionalmente bajos los casos de “éxito” sin herencia o apoyo extraordinario. Marcos Galperín puede hacer su experimento con MercadoLibre en el inicio de la fiebre de las PuntoCom porque es hijo de Ernesto Galperin, dueño de SADESA, la curtiembre que abastece a Nike y Adidas. SADESA, empresa fundada por el inmigrante alemán Walter Leach en 1941, abuelo materno de los Galperín. Va mas allá de que lo haya financiado en sus inicios o no (que lo hizo), es la idea de que no hay futuro terrible ante un potencial fracaso.
No es que no existen casos de “SELF MADE MAN”. Es que son demasiado escasos como para considerarlos una variable a considerar.
Argentina es un país lleno de kioskeros que se imaginan en la misma mesa que Galperín porque idealmente, suena correcto ser ambicioso y tener sueños. Y es que lo es. Tener una ambición (sana) y soñar que se puede son de los motores mas fabulosos que poseemos como seres humanos. Pero no se mueven sin gasolina. No avanzan sin ruedas. No aceleran sin embrague.
Y, tal vez digo una locura, pero, sin ser mecánico, me parece mas sencillo manejar con el auto ya construido (léase: regalado por papá), a tener que hacerlo de cero, a la luz de la vela, cuando vuelvo de trabajar.
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