Viajes al conurbano profundo, disfraces, picadas, chorizos a la pomarola, sexo al aire libre, piedrazos a un tren, intentos de robo, cachetazos de la yuta, la luz mala y un colon irritable… de todo eso trata esta crónica, bajo un solo común denominador: jugar rol.
¿Cuántas veces hiciste cosas imposibles con tal de jugar rol? Yo, en mi juventud, muchas.
Mañana sería el cumpleaños Nº 86 de Gary Gygax, uno de los creadores de la legendaria saga de juegos de rol Dungeons & Dragons, ya fallecido, y como decidimos que no vale la pena hacer un racconto para hablar de la historia de un tipo que medio mundo ama y conoce, hice esto:
Compartirles la anécdota más bizarra de la que fui parte en toda mi vida. De verdad: no tengo una más rara que esta.
Aclaración: Los nombres de protagonistas en esta historia han sido cambiados con fines de anonimato.
Toda historia tiene un contexto
Correría posiblemente el año 2003/2004. Eramos un grupo de gente joven (no más de 27 el más “viejo”) y nos encantaba juntarnos a jugar rol.
En ese entonces, éramos partícipes de una afortunada coincidencia que supimos capitalizar: todes leíamos la saga Dragonlance. Excelente, si me preguntan. Los arcos de personaje están construídos de manera deliciosa y en muchos casos portan una tremenda oscuridad (gracias Margaret Weis y Tracy Hickman, los re quiero).
La cuestión es que la mayoría del grupo conocía la historia y el mundo, y los que no, se terminaron enganchando gracias a las partidas.
Las dos personas que más habíamos leído: Pedro y yo, decidimos incursionar en dos novedades: adaptar el sistema de D&D 3 a esa historia (en ese momento sólo existía Advanced D&D para Dragonlance) y hacer partidas dirigidas por dos masters al unísono. Recomiendo ampliamente, sobre todo para grupos grandes.
En el equipo estaba el mago rojo Hugo, el pícaro Gastón, el minotauro Facundo y el paladín Juan. Hacía rato que nos juntábamos casi todos los fines de semana en mi casa a rolear y la historia se estaba poniendo cada vez más intensa, queríamos hacer una mega partida toda la noche.
Mis viejos no se copaban tanto a tremendas trasnochadas, así que Hugo propuso: “mi casa queda lejos, pero está la casita de mi abuelo al lado, la podemos usar toda la noche.” No lo dudamos, fue un sí rotundo. Hoy, si me pedís viajar y trasnochar, te saco cagando, eran otras épocas.
El inicio de una aventura
Vivíamos todos en zona oeste, pero bien al oeste, cerca del Tren Sarmiento y aledaños. Excepto Hugo, que su casa quedaba en, ATENCIÓN: Villa Madero.
Acompáñame turista ¿No conoces Villa Madero?
No, no te confundas, eso es PUERTO MADERO. Lo reconoces por los futbolistas de Boca chocando en las esquinas. Villa Madero es esta hermosa ciudad del partido de la Matanza, rodeada de posiblemente uno de los grupos de barrios más picantes del conurbano: Lugano, Villa Insuperable, La Tablada, Aldo Bonzi y Villa Celina. No importa, éramos un grupazo, nos cuidábamos entre todes.
El viaje fue ETERNO, tomamos dos bondis en los que tardamos una eternidad.
Desde que esperamos el segundo colectivo, Juan estaba haciendo su gracia principal: ser bastante pelotudo. No, no soy mala, creo que me quedo corta con lo de bastante pelotudo. Juan era un tipo que cada vez que conocía una chica le regalaba un Bon o Bon como carta de presentación, como podrán imaginar: era con fines sexuales.
El problema es que no se limitaba a regalárselo solo a las solteras de su edad, necesitaba cubrir novias de amigos, mujeres casadas y chicas menores de edad (dicen las malas lenguas que hubo parientes de sangre también)… el día que le regaló uno a mi hermana de 12, casi lo mato a trompadas. Esta persona trató de levantarse a una amiga mía en el velatorio de mi vieja, regalándole una hoja de árbol sucia de la calle, se los juro por mi alma. Pero bueno, cuando sos joven hay una parte tuya que necesita tanto conservar amistades, ser aceptado y todo eso, que le dejaba pasar muchas por el “bien grupal”.
Volviendo a lo de pelotudo, cuando Juan se obsesionaba con un tema rompía las pelotas con eso hasta que se olvidaba, cosa que usualmente tardaba semanas. Su nueva obsesión era la leyenda de la Luz Mala, así que decidió joder a todo el mundo argumentando sobre su existencia desde el inicio del viaje. Menos mal que tenía mi reproductor de mp3 a mano.
Tierras desconocidas
Llegamos a Villa Madero alrededor de las 9 PM, ilusos creímos que el viaje así terminaba, pero tuvimos que caminar como 20 cuadras más.
No es que Villa Madero sea un barrio “feo” per sé, pero es una zona industrial (allí mismo se originó un barrio llamado “Villa de las Fábricas”) y la verdad que nos tocó conocerla en la oscuridad de la noche. No tuvo ninguna oportunidad.
Pese a todo, no nos cruzamos con ningún malandrín que nos quisiera bolsiquear, y finalmente llegamos a destino. Un humilde y acogedor terreno de dos casitas tipo PH en block donde nos esperaba la familia de Hugo.
La posada de los hobbits
Esta fue sin duda la mejor parte de nuestro viaje.
Todavía recuerdo con añoranza los chorizos a la pomarola que nos cocinó la mamá de Hugo, nunca probé algo asi. Conocía la receta, pero ella los hacía perfectos: crocantes por fuera, blanditos por dentro y una salsa que equilibraba perfectamente su espesor y la mejor parte: tenía sabor a hogar.
Comimos, nos reímos, contamos anécdotas, hasta la hermanita de 6 años de Hugo se burló de Juan y la Luz Mala (por suerte a esa no se la quiso levantar). Todo iba bien.
Una noche en la guarida
Finalmente nos trasladamos a la casita del abuelo.
Honestamente, un poquito de miedo daba estar a la noche en la casa de un anciano que se había muerto ahí mismo, pero como éramos muchos se amortigüó.
Nos sentíamos plenamente conscientes de nuestras necesidades juveniles, especialmente en el terreno alimenticio. Así que fuimos preparados, llevamos provisiones de picada para alimentar a un regimiento y la armamos tan linda que una fiesta romana se acongojaría de vergüenza. Así desplegamos las magias y empezamos a rolear.
Apariciones inesperadas
En el medio de la noche, Hugo nos sorprendió con una gratísima sorpresa: se había preparado un disfraz de mago rojo increíble. El timing fue intencional, lo tenía listo para cuando su personaje superara la prueba para convertirse en mago.
Aplaudimos, sacamos fotos, nos emocionamos, los otros participantes decidieron inventarse disfraces con lo que encontraban a su alrededor; el paladín había conseguido una espada. Simplemente épico.
La otra aparición, pero no tan inesperada, fue el colon irritable de Facundo.
Nuestro amigo era de esas personas que tenía problemas de los que te acostumbras a escuchar a partir de los 35, pero a los 20. El decía que era colon irritable, pero a esa altura, por los ruidos de su estómago y las caras que hacía, tranquilamente podría haber alegado tener un kraken viviendo en el bajo vientre, que estábamos preparados para creerle.
No hay lugar para los débiles si deciden comer a destajo chorizos a la pomarola y picada. La condición intestinal de Facu no tardó en llegar. Por suerte, el sol ya asomaba y era hora de volver.
Enfrentarse a los monstruos
Con la primera claridad nos disponíamos a regresar. El sueño no era un problema, esa juventud tenía aguante, pero apremiaba encontrar un baño pronto porque la necesidad de Facundo golpeaba las puertas cada media hora. Y en breve él se convierte en el verdadero héroe de esta historia.
Caminamos por zonas verdaderamente inhóspitas hasta que por fin llegamos a la estación de tren del Belgrano Sur.
Tal vez hoy, hermanos roleros, piensen que este tren es como cualquier otro. Permítanme contarles que por esos años era más tenebroso que el ojo de un Beholder. Y curioso era decir poco.
Las formaciones pasaban con escasa frecuencia (más aún un domingo), así que esperamos lo que parecieron ser años.
Facundo yacía doblado en dos sobre una minúscula piedrita que hacía las veces de asiento, mientras Juan intentaba convencer al resto de haber visto a la Luz Mala en una de sus apariciones.
Quiero que sepan que Facundo es la persona más educada que conocí en el mundo. ¿Se acuerdan el niño de “Me gusta el arrrrte”? Bueno, algo así, 24/7 y de adulto también. Diplomático, amable, cordial, un poquitito rayaba la neurosis.
Es necesario ese contexto para entender lo shockeante y sorpresivo que nos resultó ver a Facundo levantar su cara demacrada y con lo último que le quedaba de fuerzas para no cagarse encima, decirle a Juan en viva voz:
“Juan… te das cuenta lo pelotudo, ¡¡¡PERO LO PELOTUDO que sos!!!”.
Su grito se hizo uno con el silbato del tren que venía. Si a Juan le había quedado la mandíbula por el suelo, el nuestro estaba por algún manto subterráneo. Lo bueno es que Juan no habló más en todo el viaje.
Subimos al tren. Contaba con una formación de sólo cuatro vagones, con la extrañísima particularidad de tener una especie de baño al final de cada uno, asientos metálicos y ventanas sin ningún tipo de vidrio protector.
¡Ahí vienen los goblins!
Hay dos cosas interesantes, que nunca ví en mi vida, suceder durante ese viaje.
La primera, cual co-producción Gaspar Noé/Pedro Almodóvar, fue ver dos cuerpos hundidos en las hierbas aledañas al carril del tren, encontrándose apasionadamente en el fantástico deporte del mete y saca, desprovistos de ninguna armadura.
“Vieron lo que yo ví?” dijo Gastón. Lo vimos, todos lo vimos.
Solo pudimos asentir, tal vez queríamos reírnos, pero no era momento de que se note lo neófitos que éramos arriba de ese tren plagado de miradas suspicaces.
La segunda fue un intento de robo que no trascendió, irónicamente gracias al colon irritable de Facundo.
Estábamos todos sentados en distintos lugares y a Facundo le había tocado el más alejado. De repente, me enfrenté a una situación de la que estoy orgullosa: apareció un tipo con los ojos desorbitados y la nariz bien roja, lo más llamativo de este hombre es que tenía una campera puesta y otras dos, una abajo de cada brazo. Como pudo, clavó sus ojos en Facundo y empezó a gritarle que le diera la billetera. Facundo, sin embargo, entre los ruidos del tren y el esfuerzo sobrehumano por cerrar el ano, no percibió nada.
Digo que estoy orgullosa porque de haberlo alertado a él o a mis amigos, posiblemente le hubieran robado la billetera. En vez de eso esperé atenta a pegar el grito.
Antes de que eso suceda en tren llegó a Querandí y detrás del maleante veo una enorme manaza apoyarse contra su hombro.
“Boleto” le dice un policía.
El hombre empezó a balbucear palabras ininteligibles, ni siquiera intentó rebuscar un boleto en sus bolsillos o alguna de sus camperas.
“BO-LE-TO” le repite el policía ya con mayor intensidad y probabilidad de violencia.
El tono hizo mella en el orgullo del señor, que soltó las dos camperas y cerró los puños presto a pelearse con el oficial de la ley.
Sin embargo, algo salió mal en sus cálculos y un tremendo cachetazo de revés lo volteó de cuerpo entero al suelo. Recién ahí Facundo despertó de su letargo intestinal y notó lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
Cual dibujo animado, el policía cargó al señor de su campera y pantalones y lo revoleó en el andén de la estación Querandí.
Me disponía a contarle a mis amigos todo lo que había pasado, cuando empezamos a escuchar golpes. El señor corría a las puteadas tratando de alcanzar al tren en marcha, mientras revoleaba piedras y ladrillos al mismo, el cual les recuerdo, no tenía protección en sus ventanas.
El resto de los pasajeros, como si se tratara de habitual rutina, procedió a bajar la cabeza y cubrirla con sus manos hasta que terminara el evento.
Triunfo y recompensa
Llegamos ilesos (o casi, si pensamos en Facundo) a la estación Laferrere.
Bajamos raudos y felices como si nos hubieran abierto las puertas del paraíso.
Juan recuperó su locuacidad habitual.
Nos disponíamos a ir al icónico Mc Donalds de Luque y Rojo. Facundo ni siquiera conocía Laferrere pero se lanzó al local, casi despertando la intuición de nuestro futuro en un tercer ojo.
Cuando llegamos, el baño de hombres estaba bloqueado con un conito “estamos limpiando”, nunca vi a un tipo tan decidido meterse en el baño de mujeres, jamás me imaginé que iba a ser él.
Nos pedimos el desayuno y hablamos toda la mañana de la partida.
Qué lindo que es jugar rol.
Gracias Gary.
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