

MechaFicciones: Playa privada
Empezó como un juego. El arroyo Chapadmalal es solo uno de los tantos que desemboca en el mar en el pueblo homónimo. De por sí el acceso a las playas es dificultoso, por lo escarpado del terreno y los acantilados. Pero en algunas, además, hay que cruzar puentecitos de madera que cruzan los arroyos uniendo la bajada desde la ruta con la playa escondida entre piedras. Tal es el caso de la playa más cercana al centro, en la que me encontraba el día que empezó todo.
Que como dije, empezó como un juego. Los niños se habían complotado para tomar el puente. Estiraban con una agilidad envidiable sus bracitos y piernitas para cubrir de un extremo al otro, bloqueando el paso. Igual el puente era bastante estrecho, pero no dejaba de ser una hazaña admirable. Al principio solo cobraban peaje. Un peaje simbólico, digamos: un pedido cortés, un «por favor». Ahí entendí que no hay divisa más valiosa para un niño que la de ser reconocido como un miembro de la sociedad y no un simple adorno silencioso de sus padres.
Pero no tardaron mucho en querer más. Habían encontrado su lugar en la cadena alimenticia y querían comprobar si acaso no existía una movilidad ascendente dentro de esta. Querían ser tiburones de la playa. El peaje en contado duró poco, porque ¿qué es el metálico para un tiburón que tiene todo el mar para sí, de América a la invisible África?
Ahí fue cuando, unos días luego de comenzado el juego, a los padres dejó de causarles gracia la monería de su criatura. Quisieron imponerse por medio de retos y amenazas de lo que sucedería cuando volviesen a casa, pero esos niños no tenían intenciones de volver a casa. Luego lo intentaron por la fuerza, pero como por un instinto natural, los otros niños que aún no se habían incorporado al juego salieron en ayuda de sus pares.
Vino la policía, pero no pudieron hacer nada. No por falta de ganas, hubieran disfrutado enormemente gasear a esos locos bajitos que los estaban haciendo trabajar en una ciudad en la que nunca pasa nada. Pero el comisario dio la orden de no reprimir, se venían las elecciones de la intendencia y gasear niños quedaba feo.
Así que allí resistieron los niños en la playa como resistieron los chilenos en Plaza Dignidad durante meses en el año 2019. Armaron barricadas, se volvieron buenos con la gomera, crearon tácticas de defensa para proteger su pequeño santuario.
Algunos jipis ecologistas Made in Purmamarca empezaron a hablar cuando la noticia salió en medios nacionales. Que estaban recuperando la naturaleza, preservando ese pedacito de mar de la contaminación de nuestra sociedad globalizada e industrial. Alguno más esotérico habló de un pacto con el mar y el silencio. Yo creo que simplemente, como los niños perdidos de Peter Pan, ansiaban un mundo en el que ser protagonistas y vivir libres de las reglas «civilizadoras» de los adultos. Solo a la fuerza, y bajo su propia ley, pudieron conseguirlo.
No es que nunca más se haya intentado nada en estos meses desde que empezó el juego. Han intentado espiarlos con drones, pero como dije, se han vuelto muy hábiles con la gomera. No hay información oficial. Palabra clave: oficial.
Ser la tesista ermitaña con la laptop en el único bar del pueblo que abre todo el año tiene sus beneficios. Mientras tomaba un capuchino una tarde fría de mayo, luchando contra mi falta de concentración y mi incapacidad para sintetizar, el hijo del dueño del bar se acercó a hablarme.
– No sé qué escribe, doña, quizás es periodista o algo.
– No soy periodista,- le respondí- estoy intentando terminar mi doctorado.
– Yo de esas cosas no sé, pero sé algo que seguramente le va a interesar- me miró con esa mirada aún un poco infantil que aún conservan los adolescentes, cuando su divisa más preciada aún es ser notados.
– Yo tengo un dron chiquito, doña, sabe. Mis papás me lo regalaron para que aprenda a programar, dicen que es el futuro allá en Buenos Aires. Quería saber en que andaban los chicos esos de la playa, pero sabía que montan guardia y derriban todo lo que se acercan, así que lo planeé bien. Me acosté en el pasto de un acantilado cercano, llegué agachado para que no me vieran. Por el lado sur. Ahí prendí el dron y lo hice volar bajito bajito, pegado al acantilado, y de un saque, ¡zas!- acompañó sus palabras con un gesto de la mano- le hice dar una vueltita rápida por el borde del acantilado y de vuelta a mis manos.
– ¿Pudiste filmar?
– Sí, doña, pero no quise mostrárselo a nadie porque no me van a creer. Usted es periodista, seguro a usted sí le creen.
«Si supiera cuán poca gente lee a una tesista en lingüística», pensé. Pero la curiosidad me carcomía, y este pibe no sabía ni siquiera qué es una tesis, así que le dije que sí, que me cuente, que yo iba a publicar su historia.
– Verá, doña, el dron apenas se despegó del acantilado, así que mucho del campamento no pude ver. Pero lo que vi me puso los pelitos de punta.
– ¿Qué viste?
– Cruces, doña.
– ¿Cómo que cruces?
– Cruces, en un recodo del acantilado. Clavadas en la arena. Crucecitas hechas con huesos humanos.