“Vos no entendes flaco, la dolarización ya se probó y fue un rotundo éxito en Banamá, Las Banahamas, San Vicente y las Bananinas, Antigua y Bananuda, y Puerto Ronaldo, por citarte algunos ejemplos”. Corría el 28 de agosto y en la calle virtual, el peronismo montaba su pimer contraataque luego del golpe que significó el 30% de Milei en las PASO. El blanco fue el programa de dolarización de Milei, con el hecho de que ningún país comparable a Argentina había renunciado al control de su moneda como argumento más fuerte. Los únicos países que tienen el dólar como moneda oficial sin ser EEUU son países de escasa población y territorio, ubicados en la franja tropical de América; Ecuador, la relativa excepción, de todas maneras es más pequeño y menos poblado que Argentina.
A partir de entonces, la “bananización” ocupó un lugar en el arsenal retórico del campo nacional y popular, como forma de resumir y atacar ciertos elementos del programa libertario. Así, la dolarización no es solo una idea descabellada, sino un despliegue de cipayismo que condenaría al país a convertirse en una “república bananera”. Además, invertía la carga del relato decadentista: si Milei (como antes el macrismo) prometía un retorno a la Argentina del Centenario, esa de las fotos de sepia que suelen circular los gorilas para lamentarse por el paraíso perdido de los terratenientes, visto a través de la bananización el libertario se convertía en el profeta de la decadencia definitiva y la destrucción del país.
Desde el comienzo, un tufillo a xenofobia rodeó a este meme-argumento, por llamarlo de alguna forma. Implicaba, en primer lugar, un desprecio por los países tropicales considerados como repúblicas bananeras, es decir, repúblicas fallidas, pseudo repúblicas, países de mentira. En segundo lugar, evocaba de manera muy evidente la autorrepresentación de Argentina como un “país europeo” que constituyó uno de los ejes de la ideología nacional durante buena parte del s. XX, nacida tanto del deseo de las élites de ser “primer mundo” como del innegable aluvión migratorio de ultramar (“nosotros los argentinos llegamos de los barcos”, dijo cierto expresidente), autorrepresentación que alimenta permanentemente el racismo argentino desde Sarmiento hasta nuestros días (el “Mueren dos personas y un boliviano” de Crónica), sin mencionar la invisibilización de las provincias del norte en el imaginario popular.
En el contexto de la campaña, era posible y tal vez conveniente ignorar todo esto. La perspectiva de un triunfo de Milei era aterradora, y el rechazo al meme de la bananización parecía una forma de convencer a ciertos sectores que no veían a Milei con tan malos ojos de no votarlo. Como “votá al tipo normal” de Rebord, o “me parece algo bien de culorroto domado por los yanquis, no tener moneda propia” de Dillom, era el tipo de argumento que no pasa el progresómetro pero que podía dar algún resultado. Además, tenía a su favor que la mayoría de los discriminados por el meme no estaban en el país, ni probablemente se fueran a enterar: la bananización no hacía referencia a los pueblos originarios ni a los inmigrantes de países vecinos (paraguayos, bolivianos y peruanos) o sus descendientes, las principales víctimas del racismo en Argentina.
Sin embargo, pasada la elección (que, por supuesto, no se ganó ni se perdió por los memes), se sumó otro término bastante más antipático, que termina de hacer explícita la xenofobia que el costado más humorístico de bananización trataba de disimular: la “centroamericanización”, que según diversos tuiteros de lo que vagamente llamaría “nuestro lado” sería el proyecto de dolarización, pero también el auge de las iglesias evangélicas, el acento puertorriqueño de Emilia Mernes, la ropa mugrienta de Milei, el uso de la palabra “rico” y el cambio climático en Buenos Aires. Algunos recuperaron un video donde Ricardo Iorio habla de una “avanzada mara”; otros empezaron a ver con buenos ojos a Miguel Pichetto, que se quejaba de los inmigrantes latinoamericanos mientras hacía todo lo posible para aprobar el RIGI y rematar el país.
Y surgió, por supuesto, un referente más cercano para estos ataques: los inmigrantes venezolanos que llegaron en gran cantidad durante la década pasada, sobre todo luego de que Nicolás Maduro asumiera el poder. A esta altura del partido hacer mofa de los venezolanos se ha vuelto una especie de “permitido” entre progresistas y peronistas; el hecho de que muchos de ellos (pero en absoluto todos) sean antichavistas, de derecha o incluso apoyen a Milei aparentemente los excluye de un mínimo ejercicio de empatía (difícil imaginar que, expulsados de su país en buena medida por la hecatombe económica de Maduro, iban a ser o seguir siendo chavistas). En los días anteriores a las elecciones venezolanas, oí muchas veces el mismo chiste lamentable de que ojalá pierda Maduro y así se vayan todos los “venecos”.
Antes de que me traten de progre hipersensible, una aclaración: como costarricense radicado hace 17 años en Buenos Aires (casi la mitad de mi vida, y toda mi vida adulta), tengo sentimientos bastante incómodos al respecto. Soy técnicamente centroamericano, lo cual me vuelve indirectamente blanco del ataque que implica este meme. Digo indirectamente porque la idea que suelen tener en Argentina de Centroamérica es bastante disparatada, ya que mete en una sola bolsa a las islas del Caribe, el istmo centroamericano y los países del norte de Sudamérica; mi impresión, luego de muchas conversaciones, es que para los argentinos Sudamérica llega hasta donde llegó el Ejército de los Andes: hasta Perú.
Como decía, soy centroamericano, pero no me identifican ninguno de los clichés que resume la centroamericanización, ni mucho menos la postal dominicana o puertorriqueña que suele imaginarse un argentino cuando piensa en el Caribe. A menudo me preguntan “¿Qué hacés acá?” cuando hablo por primera vez con alguien, porque piensan que de seguir en Costa Rica viviría junto al mar y pasaría todas las tardes bajo una palmera, y no en San José, la ciudad capital donde nací, rodeado de volcanes (nota al pie: la mayoría de las ciudades de Colombia, México y el istmo centroamericano están entre cerros).
Además de eso, tengo bastante aprecio por los aspectos de la argentinidad que suelen oponer a la “centroamericanización”: tango, mate, rock nacional, bodegones de barrio, reactores nucleares y satélites de producción nacional. El rechazo a la homogeneización cultural de las redes (argentinos cantando en puertorriqueño) y la oposición a la influencia de EEUU son partes del discurso anti bananización que me resultan cercanas. Viví la década ganada y comparto el gesto de horror ante el presente de desmoronamiento.
Pero agarrársela con las “repúblicas bananeras” como chivo expiatorio es al pedo: los países dolarizados en general fueron víctimas del imperialismo estadounidense y hacerlos culpables de sus males es, cuando menos, poco generoso. Sin mencionar que resulta difuso en qué punto la influencia anglosajona se vuelve algo negativo; la ruta 66 justo no pasa por territorio argentino, pero nadie acusaría a Pappo de no ser argentino.
Por tentador que sea hacer de lo “caribeño” o “centroamericano” el cuco que se rechaza, una malaria extranjera que infiltra y corroe las bases del ser nacional, es un error. Y no solo porque (perdón que lo diga) la xenofobia está mal, o porque estigmatizar a los venezolanos es mala idea para cuando ellos o sus hijos voten y haya que ir a convencerlos, o porque demonizar el trap y los tequeños no parece una estrategia política ganadora sino, sobre todo, porque se trata claramente de una evasión.
Ver en Milei una “avanzada mara” o la centroamericanización del país es una forma de ignorar que el proyecto libertario forma parte de una serie histórica con el Proceso y las políticas económicas de Martínez de Hoz, así como con el menemismo, la convertibilidad y las “relaciones carnales” con EEUU. La entrega de la soberanía y el desmantelamiento del Estado como principio rector de la política económica no son algo nuevo en Argentina; ni siquiera lo es el furor con el que se lo despliega, que el argentinísimo Carlos Menem por lo menos igualó. Tampoco es nueva la vocación de una oligarquía económica que prefiere destruir al país que permitir que se le escape de las manos, como ya hizo en 1955 y 1976.
Nadie quiere ser una república bananera, menos que menos los países que el hado y la doctrina Monroe redujeron a esa condición, al igual que nadie quiere formar parte del “tercer mundo”. Ojalá Argentina estuviera a salvo de las fuerzas históricas y sociales (imperialismo extranjero, oligarquía entreguista) que hicieron posible a Martínez de Hoz y Milei, pero otro es su sino: derrotar esas fuerzas es nuestra tarea pendiente. Mal que nos pese, argentino, demasiado argentino es el gobierno de Milei y la catástrofe que deja a su paso; argentina, demasiado argentina su ira, su “que se vaya todos” refritado, su cipayismo y su fervor apocalíptico.
Nuestro Villano de la semana es Mario:
Mario Rucavado Rojas nació en Costa Rica y desde 2007 se viene aporteñando cada vez más. Es especialista en Traducción Literaria (Universidad de Buenos Aires) y autor de Libro apócrifo de Samuel y otros poemas (Caleta Olivia – Rangún, 2019). Tradujo El matrimonio del cielo y el infierno y otros poemas de William Blake para Colihue (2023).