La memoria es incompleta, falible. De los sucesos vividos sólo podemos retener una parte, subjetiva, permeable a degradarse con el paso del tiempo. Me apoyo en este principio cada vez que evoco mi única visita al edificio de Galdós y Villafañe.
La municipalidad me había enviado para hacer un relevamiento de la propiedad luego del suicidio de su última arrendataria. Los intentos para contactar a la dueña habían fracasado y la policía controlaba el acceso. Era un edificio que destacaba notablemente en el chato paisaje urbano, un ejemplo excelso del modernismo catalán que revisaba las fundaciones del art nouveau para celebrar el gusto del ojo criollo a lo largo y ancho de dos plantas y una llamativa torre. De esto el recuerdo es íntegro y perenne: los planos y fotos no permiten confusión alguna.
En mi reporte, conciso e irrelevante, no incluí la mayoría de los siguientes elementos: la incomodidad comenzó inmediatamente después de cruzar el umbral, al subir las escaleras. La relación de profundidad y altura de los escalones no era la correcta, se sentían a veces demasiado pequeños y otras tantas demasiado grandes. El primer piso me recibió con una atmósfera espesa, como si el aire tuviera una densidad apócrifa. La iluminación era tenue e invariable ante la apertura de los postigos. Ni siquiera el uso de luz eléctrica inmutaba esta condición. La disposición de los muebles era irregular, ineficiente, como si tuvieran otra utilidad que escapara al entendimiento de lo cotidiano. Los ladrillos de las paredes se evidenciaban por sus juntas aún a través del empapelado, y por las formas y tamaños tan diversos remitían a una arquitectura ciclópea sin fundamento físico. Noté, luego de repetidas comparaciones, que las dimensiones de las habitaciones parecían cambiar levemente al volver a entrar en ellas.
El segundo piso había sido el estudio artístico de la difunta. Sobre mesas y atriles persistían los lienzos, resmas y cuadernos. En el suelo se desplegaba una abundante mancha de tinta, producto del frasco caído que todavía yacía a escasos centímetros. También aquí parecían repelerse los estímulos del orden natural: la apertura de ventanas y el uso de lámparas no tenían efecto alguno. Desde cierto ángulo, a través del aire enrarecido, el caótico patrón de la salpicadura de tinta no parecía tan caótico. Me recordaba vagamente a esos símbolos ibéricos antiguos con los que decoraban sus mausoleos en la Recoleta los potentados españoles. En las telas y papeles, que eran muchos, había unos pocos estudios de naturaleza muerta y desnudo masculino. La temática de trabajo había sido avasallada en algún momento por el retrato de unas curiosas criaturas, menudas, de expresión maligna pero inefables por todo lo demás. En uno de estos dibujos fantásticos, tendido en el suelo y alcanzado por el contenido del frasco caído, había una pequeñísima inscripción que rezaba:
“Què fem? Què fotem?”.
Intenté subir a la torre que, según el plano estudiado, no era otra cosa que el tanque de agua del edificio con un acabado estético que emulaba un piso adicional, con ventanas incluidas. Al terminar el recorrido imperfecto y viciado de la escalera, me encontré nuevamente en el estudio. Tal vez me mareé, o fui confundido por la atmósfera opresiva de la vivienda. Yo juraba haber subido y no bajado. Intenté subir de nuevo, poniendo especial cuidado y atención en los escalones hostiles. Me recibió el estudio una vez más. Al tercer intento fallido me invadió una sensación de inminencia. Dudé del sonido de mis propios pasos. No podía fiarme realmente de que las sombras irregulares proyectadas en las paredes se correspondieran con los objetos que deberían describir. El eco de las voces provenientes de la avenida se mezclaba con ecos de voces más próximas, también anónimas, peligrosamente inmediatas. Bajé apresuradamente al primer piso, y agradecí que fuera tal en efecto. Los pasillos eran mucho más angostos de lo que recordaba, el techo imposiblemente más alto. Pude sentir la presión de ese repelente aire en mi rostro, frotándose contra mi piel con dificultad como si empezara a hacerse corpóreo, oliendo a tinta. Me arrojé escaleras abajo sin pausa ni decoro.
A nadie le conté. Con nadie compartí. Encuentro inconveniente darle entidad más allá del recuerdo.
De lo falible de la memoria, muchas veces, depende la cordura.

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