MechaFicciones: El ropero

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MechaFicciones: El ropero

La primera casa de mis abuelos no era tal cosa. Se sostenía por una serie de maderas irregulares, puertas y ventanas de obras inconclusas y demoliciones concluidas ensambladas a modo de paredes sui generis. No había ladrillos. Casi no había cemento. Tenía, sí, la calidez de un hogar, y eso la ubicaba por encima de una mera casa. Era un gran lugar para ser niño: había una quinta con diversos sembrados, un gallinero al cual uno podía aventurarse sin peligrar ya que el gallo no perdía tiempo en reafirmar su gallardía, una carpintería con algunas herramientas al alcance de la mano inquieta, una cocina antigua de hierro cuyos leños siempre ardían para ofrecer desayunos, almuerzos, meriendas y cenas gloriosas. La única pared de material conservaba en su cara interior un antiguo mural de un gaucho con su caballo, testimonio de que hubo un antes y nosotros no fuimos siempre. Era un hogar cálido, acogedor; todo era una invitación a sentirse a gusto.

Menos el ropero.

Estaba en la única habitación de la casa. Era de una madera muy oscura, de espesas vetas. Enorme, se imponía a través de tres puertas que jamás vi abrirse. Cada una de ellas esgrimía un espejo opaco. Parecían rebelarse contra natura para tratar de reflejar la menor cantidad posible de cosas, como si repulsaran la luz. Yo estaba convencido de que era más viejo que el recinto. Que estuvo siempre ahí, incluso desde antes de que siquiera hubiera una casa. Lo sentía antiguo, como una de esas cosas que no podemos comprender y que no debemos molestar. Antiguo no como anciano, sino como primigenio. Y lo que más me inquietaba es que hacía ruido.

Sé que alguna vez lo comenté, y me contestaron que era natural que una casa vieja se acomodara, que hiciera ruido la madera de los techos, de las paredes que en realidad eran puertas y ventanas simulando. Pero yo prestaba particular atención, y nunca vino de otro lado que no fuera el ropero. Crujía. Se quejaba. Trataba de comunicarse en un idioma incomprensible, y temía yo algún día comprenderlo.

Cuando me quedaba a dormir, lo hacía en un pequeño sillón de cara al mural del gaucho y debajo de una ventana funcional que daba a un pasillo con una parra. Estaba lo suficientemente lejos del ominoso mueble como para poder conciliar el sueño sin demasiada dificultad. El problema se daba a la madrugada, cuando mis abuelos se levantaban para trabajar la tierra y la cocina. Mi abuela me enviaba a compartir habitación con el ropero, para no molestar mi sueño y que no los moleste en su trabajo por la inconveniente ubicación del silloncito. Como es más fácil siempre enfrentar al terror que a la vergüenza, obedecía. Arropado, fijaba la mirada en los espejos que no devolvían reflejo en la penumbra, así como tampoco lo hacían a plena luz. Escuchaba. La idea tan permeada de que las cosas abominables se mueven más cómodas por la noche me impulsaban a no volver a dormirme hasta que clareara, para no darle ni una mínima de ventaja. Cuando se es niño, la noción de que lo terrible sucede cuando no estamos mirando tiene todo el sentido del mundo.

Ni aún de adulto me animé a abrir las puertas del ropero. A medida que fui creciendo fui pasando cada vez menos tiempo en esa casa y perdiendo la aversión. Dejé de buscar los reflejos inexistentes. Ya no lo escuché crujir. No me animé a abrir esas puertas para no dejar atrás la última frontera de credulidad. Develar el misterio de su interior era dar por terminada la infancia. Era guardarla allí dentro para no volver a sacarla y que, tal vez, se volviera un idioma extraño que me atemorizara por no entenderlo.

La casa que no era se vendió hace quince años. El destino del mueble es incierto.

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