

MechaFicciones: El favor
Es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo.
Jorge Luis Borges. La espera.
El agua de la pava hervía invariablemente. La señora De Burgos había perdido ya hace rato el ojo para medir los tiempos de las cosas, pero no le preocupaba demasiado. Las cosas tenían arreglo, y si no lo tenían se podían conseguir nuevas. Lo que le preocupaba era la gente.
Mientras trataba de salvar el mate, ese mate que salvaría su mañana de un fin prematuro, recordó que ya no tenía quien le hiciera el favor de ir a comprarle yerba cuando se acabara. No tenía quien le cerrara los postigos por el lado de arriba, donde está alto, no tenía quien le alcanzara una toalla al terminar de bañarse si se olvidaba antes de colocarla sobre el lavatorio. No tenía quien le dijera que la quería o que, ante una situación acorde, la extrañara.
Había enviudado hacía siete años. Sin embargo, la inmediatez de su soledad la asaltaba en momentos específicos, como si nunca se hubiera acostumbrado del todo a la ausencia. No le quedaba familia viva, no había podido mantener ningún amigo. El único contacto humano lo tenía con sus clientes, los itinerantes del modesto hotel que había heredado de su marido. No encontraba estímulo alguno en interactuar con estos pasajeros que se refugiaban bajo su techo. Eran efímeros, inasibles. Le preocupaba a veces cuán ajena podía parecerle la gente, como si lo humano fuera un género incompatible. Hubo un tiempo en que ella no era así, y su marido estaba vivo. La cocina de opacos azulejos contenía su silencio.
Saboreó unos bizcochos húmedos y volvió a pensar en el señor Villari. Parecía introvertido, repelente del contacto con sus vecinos. Desde su llegada lo había visto salir de su habitación en contadísimas ocasiones, y sólo le ofrecía su amistad al perro que acomodaba sus huesos al sol en el suelo del patio. Tal vez entendía el vivir como lo entendía ella. Ese recelo, el no querer cruzarse con nadie, como escapando. La angustiaba. Infinitamente la angustiaba. No se había dado cuenta de su predicamento hasta que lo vio en otro, en este cliente. No había en su mirada el más mínimo resplandor de felicidad, como no debería haberlo en la suya. Lo más parecido a una expresión la vio la mañana en que salió apurado sosteniéndose el rostro hinchado. Parecía que sólo el dolor podía humanizarlo, porque todo lo demás le era esquivo o impersonal. La inquietaba la idea de que la gente la percibiera igual, porque este buen señor le daba lástima y ella lástima a nadie.
Cuando vinieron preguntando por él, tempranito, justo al despuntar el alba, pensó por un momento en hacerse la desentendida. Morocho, alto, de mirada taciturna, inconfundiblemente italiano, recién llegado del Uruguay. Era clarísimo a quién referían las señas particulares, pero ella siempre se había inclinado por proteger la intimidad de sus inquilinos. No tanto por una cuestión de integridad profesional, sino por parsimonia. Negar es mucho más conciso que asentir, porque lo segundo conlleva más explicaciones.
Supo de inmediato que si la situación fuera al revés, que alguien la estuviera buscando a ella, no querría acceder a ese contacto. Algo dentro suyo se había ido con su marido, y no creía poder recuperarlo; era una cosa sin arreglo, sin recambio. Pero si podía preocuparse por ella y por la gente, podía ocuparse también. Podía empezar por los otros, luego vería qué hacía y si lo hacía por sí misma. Decidió hacerle un favor secreto, ese que insistía en seguir eludiendo en lo personal.
El que buscaba y había encontrado tenía que ser el hermano o el primo. Había un notorio parecido en su perfil y su forma de caminar. Se los sentía próximos, íntimos, como quienes comparten una pena o un secreto. Si había una manera de volver a los otros, a la gente, tenía que ser a través de la familia. Ella tomaba esta decisión por él, porque para sí misma no podía. No tenía familia a la que volver, pero sabía bien que tampoco daría ese paso si la tuviera. Evitando caer en algo que en cualquier otra persona se llamaría entusiasmo, le indicó la puerta de la habitación de Villari. Prefirió no acompañarlo en caso de que la sorpresa derivara en una escena desagradable. Bien sabía cómo reaccionaría ella en esa situación. Sabía, también, que él, en algún futuro, le agradecería por lo que estaba por suceder.
Apoyada contra la cocina de hierro aún tibia y pensando si un chorrito de agua fría ayudaría a arreglar el daño, escuchó los disparos.