

MechaFicciones: “Bet”
“No me resultó muy difícil compartir su congoja”
JLB
Del fulgor ya no queda un átomo. Ha desvanecídose. Se ha desvanecido.
Vanecido sehades.
Abre sus ojos al naranja violáceo de un rey asomándose a través del Jacquard ocre. Con el haz polvoriento que atiza su mirada y su descanso, oye a lo lejos el rítmico martilleo de un pedal.
Mal descansado, Andrés se despierta en la madrugada costera. Amanece en San Bernardo y el silencio, solo perturbado por ese maldito tac tac tac tacccc, es casi infinito. Extraviado en el vacío, se viste y recoge su bolso, ataviado de chirimbolos tecnológicos. Una cámara fotográfica Canon y algunos lentes.
Deja la llave de la habitación al recepcionista del hotel, un calvo con rostro enjuto que se erige en un estado de somnolencia operativa envidiable. Por la avenida San Bernardo, la que al fondo deriva en la terminal que lo trajo hace cinco días, camina hasta la soledad de la peatonal Chiozza, así llamada por Juan Carlos, el industrial inmobiliario que, obnubilado por su fortuna, decidió con algunos socios hacer un balneario vecino a Mar de Ajó que les traía recuerdos poco felices.
Cada mañana de este verano melancólico, Andrés aterriza en un café a leer el diario y alejarse por un rato de la obsesión que le genera el rectángulo que sobrevive en su bolsillo y lo fuerza (con algo de voluntad de su parte) a recordarla. Punzadas de dolor en cada registro audiovisual que suscitan reflujo ácido en el duodeno y la activación instantánea de las glándulas lagrimales.
Tras el breve desayuno se dedica a observar el crecimiento del tráfico matutino. Veraneantes en su camino a la costa, comerciantes disponiéndose a otra jornada eterna de turistas mal bronceados, y algún que otro trasnochado que se dispone por fin a acariciar el lomo de Fobétor, el que aterroriza.
Su cámara fotográfica, su órgano vital, yace junto a la taza de café, cuya borra ya descansa a la sombra. Con un paño de microfibra, Andrés retoca el lente de cincuenta milímetros que ha usado en la playa para retratar familias haciendo poses ridículas a orillas del Mar Argentino. Aunque ha ahorrado lo suficiente trabajando en casamientos y bautizos, ni le sobra, ni le parece erróneo recuperar lo perdido.
De su estado absorto lo rescata Hernán, su amigo factótum que desde hace unos meses vive en Mar de Ajó. Tiene en la localidad lindera un hogar familiar y una agenda nutrida de locatarios con cueritos deshechos y flexibles que gotean. Desde que Andrés vacaciona en San Bernardo lo acompaña en el desayuno.
Con su mano derecha libre, y sosteniendo una bolsa de herramientas con la izquierda, toma una medialuna de grasa (salada en el dialecto local) y se la lleva al buche.
-Vamos- dice sin más. Y van.
La playa todavía está ancha antes del cambio del mediodía y la puebla un puñado de aldeanos conocedores de la industria del sol y alérgicos a los viajantes. Volverán al ocaso como un círculo por completar.
-¿Cómo estás hoy Andrés?
-Igual que ayer. Y que mañana.
Andrés aprovecha a hacer unas fotos del muelle lejano. Al observarlas en la pantalla de su Canon, decide que quiere cambiar el lente y busca en su bolso. Tras el reemplazo, resume la faena artística sin oír ni una palabra de lo que murmulla su amigo.
-Ya sé la respuesta de antemano, pero ¿hablaste con ella?
-Sí.
La sorpresa de Hernán es mayúscula.
-¿Cuándo?
-Durante la noche. En mis sueños.
Hernán hace un gesto de fastidio.
-En la realidad pregunto Andrés, no en tus mambos poéticos pelotudos.
-También. Ayer a la noche.
Andrés relata su charla nocturna con Betiana. Los ruegos mutuos. Por amor y por alejamiento. La vergüenza masculina del llanto. La intención de reprimirlo y el fracaso.
En su habitación de hotel descarga las fotos en su computadora, una notebook de diseño que adquirió a medias con su ex pareja y que fue parte de su botín de separación. Una cómoda, y un monitor culminan la exigua lista. Mientras sucede el traspaso, revisa carpetas con imágenes resquebrajadas en formato vitral de su vida juntos. Una memoria tras otra. Un rompecabezas de dardos. Se materializa en la orilla de un océano carmesí con un bote a remo encallado a su espalda. El vestido de una tela casi imperceptible cubre su tornasolado ser. Cuando da un paso, da otro efebo y escondida por el abismo desaparece.
Se desvanece. Ce desvanese.
Vanece sedes.
Por la mañana, tras su café, recoge las fotos en un comercio que hace impresiones. Son decenas y decenas. No lo acompaña Hernán. Ha tenido una urgencia en su campo de experiencia que le reportará “dividendos por meses” según su mensaje de texto.
El domingo, dentro de dos días, irá a la terminal y regresará a su mono ambiente en Constitución. Su buhardilla de soltero incipiente. La tapera que pudo conseguir tras la ruptura. El espacio que abomina.
En la vivienda heredada por Betiana vivieron y sobrevivieron años. La Avenida Garay se transformaba para bien mientras el nido se derruía por el elemento y por el sentimiento. En sus paredes descascaradas por la humedad, colgaron décadas de pinturas de varias escuelas del arte. Réplicas de Monet se codeaban con Picassos, Dalíes y un curioso y singular Klimt. “Judit 1”, sobre un hogar censurado, perdió sus tonos entre Alfonsín y el menemato. Ni Andrés ni Betiana se atrevieron a desterrarlo al sótano incluso a sabiendas de su condición de copia. Su abuela le atribuía un valor simbólico y hasta metafísico.
-Ha sucumbido Judit sobre tu cuerpo.
Holofernes, en óleos, despierta de su decapitación. El asirio contempla a la viuda que ocasionó la separación de su cuerpo y de forma acrobática se desplaza a un Caravaggio, donde, por lo menos, todavía no fue ejecutado.
Entre los cuadros hay fotos familiares en tonos sepias desvaídos. Betiana con sus abuelos. Con sus padres. Con sus primos. Su madurez en toda esencia. Su candor. Su calidez rebosante. Con los ojos vengadores de Judit, pero la sonrisa beata. No hay perversión en sus facciones. Hay o hubo amor.
Allí se adoraron. Allí perdieron más que su cercanía.
Se observaron mutuamente alejarse y recluirse en sendos pasados. Alguna obsesión la atenazaba. Y a él, el fanatismo de descubrir las de Betiana. Rencores, miedos, celos y turbaciones.
-¿Estás ahí Beti?
-Estoy.
-Te extraño.
El domingo, nuevamente solitario, se empieza a despedir. Sobre las raídas frazadas de la cama de hotel, una miríada de imágenes de la playa de San Bernardo, sus transeúntes y objetos inmóviles. Torciendo la mirada arman un caleidoscopio que la retratan a ella, a Betiana, sosteniendo del cabello una cabeza decapitada que se asemeja a la de Andrés.
Recoge las fotos y las arroja al tacho de basura.
Su teléfono celular lo extrae del ensimismamiento. “Carpintero Hernán” reza la pantalla verde pues así reservó su contacto. Lo conoció en la Capital Federal con objeto de restaurar un antiguo bargueño de la morada de Avenida Garay donde su ex novia, de niña, se sentaba a dibujar.
Coordinaron para despedirse en la playa.
Es otro el recepcionista por la tarde, donde, previsiblemente, descansa quien lo despide cada mañana. Con su mochila cargada a la espalda y el bolso cruzado sobre el cuerpo, Andrés se dirige a la insurrección crepuscular de la playa. A contramano de numerosos veraneantes cargados con sillas reclinables, mochilas, tejos, sombrillas y bolas de fraile a medio comer.
Pasa las escalinatas y llega a la arena ahora fresca. El Mar Argentino se aleja y acerca con la tranquilidad del fin. Andrés abandona su mochila y bolso en un banco y se desprende de sus zapatillas y medias. Arremangado el pantalón de tela sintética, da unos pasos hacia el mar con su cámara registrando el fin del universo. Incluso con el sol a su espalda, ya casi disimulado por un edificio, se presta a retratar el azul cerúleo del mar cuando se viste de océano.
Un brillo sorpresivo lo ciega a través de la lente.
De dónde viene. Qué es. Cuando consigue mirar, todos los rostros son uno. Todos confluyen en uno solo.
Su cabeza rueda hacia el agua.
Desvaneciéndose. Vaneciéndosedes.
Sedes Vaneciendo.
Más de MECHA
Todos los postsTodosTodos los postsTodos


Artorias: Tratamiento para la Ansiedad
Crónicas de un neófito en Dark SoulsHernan L