
Música para mi algoritmo
Un divague sobre la relación entre las redes y la música, con testimonios de Ill Quentin y Cornuda Posting-
Ezequiel Bergonzi
MechaFicciones: Gracias, flaca.
Camino doblada a noventa grados. Con la mano derecha soporto el peso del yeso que le pusieron a mi hijo en el brazo, y con la mano izquierda lo agarro de la remera, como un carancho a su presa, para ayudarlo a mantener el equilibrio. Él camina en puntas de pie y mastica el chupete de costado.
Pasamos en silencio por delante del gabinete de las enfermeras. Una saca con una jeringa un líquido ámbar de una ampolla de vidrio marrón, la sostiene sobre su cabeza a contraluz de los tubos fluorescentes. Son las dos de la mañana.
—¿Mami, no creés que ya es hora de que ese bebé esté durmiendo? —Nos dice sin mirarnos. Voy a contestarle, pero se me adelanta la enfermera más joven.
—Es por la anestesia, el doctor Melos lo dejó escrito —señala con un dedo la epicrisis de mi hijo, garabateada con la Bic azul mordida del médico.
La otra enfermera, la que me sugirió que era hora de dormir, mira de reojo con cara de asco las palabras ilegibles de Melos.
—¡Pst! —dice, mientras levanta un hombro— Si no puede dormir llevalo a la habitación, así no molestás.
Otra vez voy a contestar y otra vez se me adelanta la joven, que tiene un peinado muy trabajado de trenzas tejidas haciendo olas sobre su cabeza que termina en un rodete bajo.
—Dijo Melos que camine, que deambule todo lo que quiera por la planta, así metaboliza la anestesia —dice mientras acomoda papeles en el escritorio.
La enfermera más vieja sale de atrás del mostrador llevando una bandeja de metal con jeringas acomodadas sobre gasas y un frasco de alcohol.
—¿Sabés dónde está Melos ahora?, durmiendo, en su cama, en su casa de medio millón de dólares con su esposa trofeo, y nosotras acá —.Se da media vuelta y encara el final del pasillo.
Mi hijo la ve partir, mastica un poco el chupete. Le digo, vamos ¿querés seguir? Él no me mira, sigue con la mirada el recorrido de los suecos de goma de la enfermera que va repitiendo sola “Melos, Melos ¡pst! Melos”; se para frente a la habitación 302, entra y cierra con un portazo. Me sobresalto, mi hijo no se inmuta, un par de niños y bebés empiezan a llorar a coro, se contagian como los ladridos de los perros en la noche.
Mi hijo retoma su camino. Damos vueltas en la planta en U, nos lleva 15 minutos de ida y otros 15 de vuelta, eso si él no se para a mirar algo fijo. Puede ser cualquier cosa, una cortina que se mueve por el viento del aire acondicionado, el carrito con los restos de comida, un balde del personal de limpieza o una enfermera que dice ¡pst, Melos!
En uno de los extremos de la U está la salita de espera de la terapia intensiva pediátrica, con sillones que son como brazos de abuela que te mecen, apenas te sentás te quedás dormido. Quiero llevarlo hasta ahí a ver si puede descansar, si ese sillón nos duerme a los dos. Siempre y cuando no haya un adulto llorando. Todos estos días había mujeres y hombres con lágrimas en la cara, contando por celular saturación de oxígeno, niveles de insulina y cosas que incluyen la palabra nefrosis, hemolítico, plaquetas. Y me es inevitable pensar ¿cuándo se incorporaron esas palabras a su vocabulario?, como al mío hace 48 horas cúbito, radio y tallo verde. Por suerte no hay nadie. Mi hijo se acerca al sillón y deja su yeso apoyado ahí, fuera de escala y de lógica, como si fuera un dibujito animado. Golpeo la cuerina verde petróleo del asiento y le digo ¿Querés subir? ¿Querés que te haga upa y te cante una canción? Sólo muerde su chupete, el resto de su cuerpo, como si fuera de mármol.
—¿Qué tiempo tiene? —Escucho una voz de hombre que sale del asiento que está a la vuelta, un punto ciego.
Mi hijo y yo giramos la cabeza, solo vemos las botamangas de su pantalón azul grafa de trabajo y los botines de cuero negro con puntas de acero, supongo que habla con otra persona, pero el señor asoma su cabeza de atrás de la pared y me vuelve a preguntar:
—¿Qué tiempo tiene?
Se me cruzan distintos pensamientos. Uno: qué bueno seria tener mi cámara y sacar una foto de este hombre descuartizado por la pared, solo se lo ve de las rodillas para abajo, las manos cuelgan como si le pertenecieran a otro cuerpo y la cabeza asoma un metro más arriba. Dos: la incongruencia de la voz de señor de setenta años con la cara del pibe que tengo enfrente. Debe tener tres años más que yo, 34.
—Veintidós meses —le digo.
Él lo mira con tristeza, tiene unos ojos verdes atravesados de rayas rojas, como si fueran rasguños y no venas. El dedo índice y el anular de la mano izquierda, amarillos por la nicotina. Zurdo, debe ser zurdo, pienso.
—Mi hija tiene 4 años ¿cuántos meses serían? Ustedes las madres cuentan en meses.
No puedo hacer la cuenta rápido con el sueño golpeándome en los párpados, le digo que también tengo otro hijo de cuatro años. Levanta la cabeza y me mira, detrás de toda su tristeza y cansancio puedo ver a otro tipo, uno muy distinto. A los lados de los ojos tiene las arrugas de los que se sonríen mucho, igual que esa otra en el medio de la mejilla. Pero también tiene los músculos de la frente laxos de los que estuvieron dando vueltas una temporada por el infierno.
Se levanta y se para enfrente de nosotros, se apoya sobre el pilar que separa los dos ascensores, saca un encendedor del bolsillo del pantalón y se lo pone en el bolsillo de la camisa que completa su uniforme. Se acuclilla y todos quedamos a la misma altura.
—Mi hija es un vegetal. Y quería saber si podés ayudarme.
Saca un cigarrillo, lo huele y se lo pasa varias veces por el labio inferior. Hace la mímica de encenderlo. Sólo la mímica. Mi hijo y yo entramos en una burbuja de mutismo.
—Es un vegetal —retoma— todos los controles del embarazo perfecto, y en el momento del parto hubo complicaciones, se quedó sin oxígeno. Nació muerta. Los muy imbéciles la revivieron y ahora quiero que vos me ayudes.
Se escucha el rechinar de los dientes a medio estrenar de mi hijo contra la tetina del chupete. Yo estoy congelada, como si me hubiesen dado un shot de burundanga. Me llega en oleadas del tufo a transpiración y aceite de máquinas del hombre, mezclado con el olor a remedios. Se saca el cigarrillo de la boca, lo mira girandolo, cambia el peso de una pierna a otra.
—Hace diez horas estaba laburando en la fábrica. Vinieron a buscarme. “Diego, esta la camioneta del hospital, dicen que es urgente”, me dijo el jefe de planta. Sentí una alegría… —se muerde el labio y puedo ver sus dientes torcidos—, pensé que venían a decirme que se había muerto, que ya estaba, que por fin se había acabado. La nena estaba internada hacía una semana y había empeorado por una bacteria. Y no. —hace una pausa, nunca deja de mirar la ventana que está sobre mi cabeza— Me subieron a la camioneta, pusieron la sirena, y me informaron que mi mujer y la nena estaban en el avión sanitario. Somos de Tierra del Fuego, no sé, flaca. ¿Cómo? ¿En qué momento? Y ya estábamos los tres arriba de ese avión con dos médicos y un enfermero. La alegría de mi mujer —se toma con las dos manos la cara y se escucha la voz hueca detrás de sus dedos—, ¿cómo va a estar contenta?
El hombre hace una pausa larga, se sienta en el borde del sofá con las piernas muy abiertas. Me mira. Supongo que espera que diga algo, mi hijo estira los brazos para que lo alce, tengo que calcular el esfuerzo para su nuevo peso.
—Qué triste, te entiendo —le digo.
—No, no tenés ni puta idea.
Nos quedamos los tres callados. Mi hijo lo mira fijo, trato de distraer su mirada, sé que incomoda a la gente.
—Qué mirada fuerte tiene el pendejo, raro en un pibe tan chico.
—Sí.
—No sé qué hacer. Te vi ir y venir con tu pibe. Te juro que si hubiese otra persona le preguntaba. Pero solo estás vos. La cosa es que me quiero ir a la mierda, desaparecer. Dejar a mi esposa con la nena, que solo vive para ella, y hacer una vida nueva; tengo treinta años, puedo empezar donde quiera, de hecho en la fábrica me ofrecieron ir a Alemania donde está la planta madre. Entonces, yo pienso: me subo al ascensor y dejo todo esto atrás, ¡chau drama!, ¿entendés? puedo hacerlo ¿Quién va a impedirmelo?
Yo me quedo mirando fijo los remolinos encontrados de la mollera de mi hijo, siento su cabeza pesada. Se durmió. Trato de acompasar mi respiración con la de él. Levanto la cabeza el cartel de prohibido pasar, que está pegado en la puerta de terapia, tiene la P apenas desgastada.
El hombre se levanta, llama al ascensor. Se sube. Apoya su espalda contra el fondo y mientras las puertas se cierran, me dice:
—¡Gracias, flaca!
Nuestra Villana de la Semana es Sabina Hernandez: escribe ficción no tan ficticia, que mezcla su capacidad de crear personajes verosímiles con sus propias experiencias como hija, hermana, madre y mujer del conurbano bonaerense.